EN MI MODESTA OPINIÓN

Uno, sin darle muchas vueltas, podría considerar, “Las doncellas de óxido”, la mejor, o al menos una de las mejores novelas de terror de este año de la plaga. La siguiente afirmación es quizás más peliaguda, sobre todo para un año, que, si bien desafortunado, catastrófico en lo demás, nos ha traído algunos títulos más que notables: “El cuerpo”, de Cartarescu, de la que tendré que hablar más, o “Territorio de luz” de Yoko Tsusima,  ya les contaré, “Muro fantasma” de Moss,  un descubrimiento, la para mí un poco decepcionante – no me hagan caso, cosas mías-, pero también soberbia, “Nuestra parte de la noche” de Mariana Enríquez… Como decía, con este panorama, afirmar que las “Doncellas de óxido”, no solo es una de las mejores novelas de terror del año – qué carajo, la mejor- si no una de las grandes novelas de año – aunque es cortita-, puede ser peliagudo, parecer exagerado.

Pero no lo es. En absoluto.

Uno, la verdad, no espera que después de todos estos años, de todas esas lecturas, una novela de terror lo sorprenda mucho. Algunas aún son capaces, pero no muchas –pienso, por ejemplo, en Mónica Ojeda-. Si le das un par de vueltas, lo que hace Gwendolin Kiste en su novela, no es el sumun de la originalidad, uno ya ha visto cosas parecidas, pero el modo en que todo se desarrolla, la sutil escala moral de grises que impregna la novela, la precisión musical del estilo, que se convierte en precisa vaguedad cuando es necesario, hacen que nos sintamos ante algo fresco. Aguas frescas y profundas. Es cierto que el contraste de la vileza del monstruo y la vileza humana, ante la que generalmente la maldad del monstruo acaba por ser ridícula, no es nada nuevo. Lean las novelas de King, lean a Clive Barker, lean el Frankstein de Mary Shelley. Lo que pasa es que en las “Doncellas de óxido” no hay monstruos viles.  Ni gente particularmente malvada. El mal que campa por la novela no se parece en nada a lo que esperamos por mal en una novela de terror. No es el mal absoluto que puede encarnar un Drácula, o ese Mal con mayúsculas, inhumano, apenas comprensible, que Machen define con claridad perfecta, aunque oscuramente, en “El pueblo blanco”, ni siquiera a las refinadas maldades psicopáticas de un asesino en serie cualquiera  o las megalomanías homicidas de un Doctor No.  El mal que recorre las calles de ese barrio obrero, es un mal tontorrón, de todos los días, el nacido de la mezquindad, de la necesidad de que el control escaso que tenemos de nuestra pequeña parcela del mundo no se escape de nuestros dedos, el mal que deriva del “las cosas siempre han sido así”, del odio a lo raro, a lo inesperado. Ese que nace cuando no se sabe qué hacer, de dar golpes ciegos  a la incertidumbre. Y es que los personajes de esta novela, monstruos o no, llevan una vida que siempre pende de las decisiones de los demás.

Aquí, los monstruos no son monstruos, sino unas pobres adolescentes a las que les está pasando algo, tal vez monstruoso.  Lo monstruoso es que nadie parece quererlo aceptar, así como nadie puede explicarlo.

En cierta manera podría afirmarse que “Las doncellas de óxido” es una reescritura de la Metamorfosis, pero desde el punto de vista de la familia K. No una simple imitación, ojo. La novela tiene una entidad propia, una forma de contar, de resolver los conflictos, que a uno lo ha dejado admirado.

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